Leí Rayuela con veinte años más o menos. No sé cómo llegó a mis manos, ni quién me la recomendó, ni si era una especie de rito iniciático de los jóvenes culturetas de las facultades de letras. Lo único que recuerdo, como el chiste de Gila, es lo que me reí. También era consciente de la irreverencia, ya casi ortodoxa en aquellos años, de leer una novela no lineal, dirigida por un tablero de lectura basado en un juego infantil y popular. Pero no fue eso lo que me mantuvo pegado a aquel tocho polifónico y semiabsurdo. Fue la capacidad de manejo del lenguaje de Cortázar, el ritmo de su prosa y, como digo, sobre todo, su humor. Un humor velado por cierta neblina melancólica o, si se quiere, una melancolía matizada por un humor inteligente, que evitaba que la historia (o historias) central/-es se deslizara/-n hacia el psicologismo, el socialismo y/o el lacrimogenismo.
No soy de los que vayan por ahí recomendando libros de más de ciento y pico páginas y, mucho menos, experimentos formalistas de alta densidad, pero con Rayuela (y unos cuantos más, La vida: instrucciones de uso, por ejemplo) hago siempre una excepción.
Los críticos han dicho ya muchas (demasiadas) cosas sobre Rayuela, así que no los castigaré con una más. Solo les digo a quienes no la hayan leído que lo hagan, que se desprendan de prejuicios anti-intelectuales y que se sumerjan en esta especie de enciclopedia de la vida que hace que el lector acabe convirtiéndose casi en protagonista. Es como un vídeo-juego, pero sin vídeo y sin disparos que revienten cabezas de zombies.
No hay comentarios:
Publicar un comentario