18.6.13

La tiranía de los porqués

Preguntar "por qué" suele ser considerado un signo de inteligencia entre los mayores y una especie de fase de la psicología infantil.  Los mitos, la religiones y la ciencia se han tirado milenios dando explicaciones a lo que sucede en la naturaleza y en nuestro interior.  Unas son más válidas, razonables, bellas, arbitrarias y comprobables que otras.
Pero al final siempre, como dijo Bécquer, habrá un abismo que se resista, y entonces hay que empezar a asumir la existencia en sí misma, la llamemos caos, azar, entropía, cisne negro o gato de Schrödinger.
Y es que andamos siempre buscando explicación para lo que quizá no la tenga.  El caso más evidente es el de la muerte.  Cuando fallece alguien de manera no natural (accidente, enfermedad repentina, muerte prematura...) inmediatamente repasamos un catálogo amplio y secreto de causalidades: "Es que bebía mucho...", "Es que se echaba mucho desodorante...", "Es que no hacía ejercicio...", "Es que iba siempre como loco...", "Es que vivían en un séptimo...", "Es que no miraba dónde pisaba...".  Todo con tal de no reconocer que la persona que ha muerto quizá haya muerto porque sí, porque estaba viva.  Todo con tal de autotranquilizarnos creyéndonos fuera de esa red de causalidades que matan a las casualidades.
No se trata de buscar peores razones astrológicas o fáticas (del sino o fatum).  Tampoco propongo la lobotomización personal ni colectiva.
Más bien me inclino por aceptar y centrarnos en cambiar lo que esté en nuestras manos, en lugar de buscarle los tres pies al gato (de Schrödinger) o inventarnos porqués donde no los hay.
Moraleja cutre y provisional: menos porqués y más "y-ahora-qués".

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