Me cuenta un poeta (y sin embargo amigo) que se ha destapado el tarro de las esencias de los premios poéticos. Ha ocurrido en Burgos con motivo del que convoca el ayuntamiento de dicha ciudad. Se acusa a un famosísimo poeta andaluz de intervenir demasiado en los jurados de ciertos certámenes que acaban premiando demasiadas veces al mismo poeta. Si tocan los enlaces o hipervínculos que acabo de activar, conocerán los nombres de los pecadores, que no quiero traer aquí por pudor y asepsia.
Nunca he sido muy de premios: ni de presentarme, ni de que me los den. No es que no haya obtenido ninguno, es que no les doy mucha importancia y los premios en sí tampoco eran tan importantes. El que recuerdo con mayor cariño, por lo anómalo y atípico, fue el segundo premio de un concurso de haikus que convocó el tren de cercanías. Yo escribí:
Nadie me espera
en la vieja estación
de primavera.
Y ellos me regalaron una pequeña cámara japonesa a la que en casa llamamos la cámara-hayku.
La política poética es una urdimbre de envidias y descalificaciones que se remonta, por lo menos al siglo XVI, cuando los tradicionalistas octosílabos ponían a parir a Boscán y Garcilaso, tildándolos de afeminados, prosaicos y no sé cuántas más lindezas. De la que se traían Quevedo, Góngora, Lope, Cervantes y demás, ni les cuento. Constituyen casi un género literario en la historia de la literatura española.
Los poetas son/somos gente intratable, rayanos en la evanescencia, propincuos al dislate, pertrechados de un ego hiperbólico. Nada más tienen que ver las palabras que acabo de escribir y se pueden hacer una idea.
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