Una vez superado ese momento zen, nos armamos de ingentes cantidades de paciencia e iniciamos la búsqueda de la causa primera (que decía Aristóteles), el big-bang del conflicto.
Y cuando llegamos al final comprobamos que se trata de lo que Hitchcock llamaba un MacGuffin, es decir, una explicación ridícula, banal e inconsistente que adquiere una importancia desmesurada para la trama. En las películas de espías es un documento, en las de ladrones se trata de un collar, un alijo de cocaína o un pájaro hecho con el material con el que se fabrican los sueños.
En el ámbito escolar el detonante suele ser un caramelo que no se dio, una mirada mal interpretada o un rumor no confirmado.
Sin duda, detrás del MacGuffin debe de haber razones más poderosas de índole psíquica o social.
Unos pensadores hablan del poder, otros de la necesidad de afecto, de sexo.
Vayan ustedes a saber qué nos mueve a generar con doce años una vendetta a partir de, pongamos por caso, la estampa de un futbolista.
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