Pongamos que quiero comprar un libro. Pongamos que ese libro es el último de Murakami, Baila, baila, baila. Pongamos que cuesta en papel 20,9 euros. Entonces voy y lo busco en formato electrónico y va y me sale por 14,24. Sigo curioseando por e-ahí y me lo encuentro a 6,76, pero, ay, está en inglés.
Moralejas:
1.- Nos cobran 6,66 euros por el papel.
2.- Nos cobran 7,48 por la traducción.
3.- Si sabes el suficiente inglés y tienes un e-book (los hay de precios irrisorios), te estás ahorrando 14,14 euros, lo que viene a ser más o menos un 67 por ciento.
Y eso es todo. Espero que estas cuentas sirvan para aclarar a muchos en qué consiste la espesura chocolatera del negocio editorial.
Sé que muchos añoran el papel (como aquella cabra que, tras comerse una cinta de vídeo, reconoció que le gustó más la novela), pero la literatura (la lectura si quieren) no está en la celulosa como antes no estuvo en la arcilla (Mesopotamia), en el papiro (Egipto), ni en el pergamino.
A muchas élites apocalípticas les está aterrorizando esta espectacular facilidad de acceso a la cultura. Paradójicamente la consideran a ratos soez y ramplona y a ratos demasiado sofisticada y tecnificada. Pero los que hemos estudiado con becas y vivíamos alejados de los centros neurálgicos de difusión, agradecemos no tener que esperar ni pagar los portes.
(Ah, mientras escribía esta entrada, he comprado el libro. Lo voy a intentar en inglés (Yes, Can I?) a ver qué tal).
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