Me recuerdo nítidamente a mí mismo la mañana del 20 de noviembre del 75. Hacía frío y mucho sol, un sol inútil que no alcanzaba ni a derretir los charcos que se habían congelado la noche anterior. Yo estaba en el llano que había ente las casas, agachado, jugando con un palito en el suelo o quizás a las bolas (que en otros lugares llaman canicas). Me sentía contento porque no había clase, pero albergaba algo parecido a una mala conciencia porque esa felicidad se debía a la muerte de alguien.
Por supuesto que ignoraba la trascendencia de ese momento y el calado moral e histórico del personaje. Cuando volvimos a clase había un papel nuevo en la pared, detrás de la mesa del maestro. Era el testamento de Franco. Apenas lo entendimos y menos nos importaba.
Luego supe que fueron días de maletas a Suiza y de champán manchando chaquetas de pana. Pero esa no era mi historia. Mi historia son recuerdos de un llano en la Palmilla, que diría el maestro Machado.
Hacía frío, el sol apenas calentaba y el suelo era marrón claro, casi amarillo, como de plaza de toros natural.
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