Con motivo del 70º aniversario de la publicación de El Principito, vuelvo a contar lo que muchos me habrá oído decir en clases, pasillos y cenas de trabajo.
El principito se ha convertido en una frustración consuetudinaria que sufrimos los docentes de literatura de educación secundaria (ripio homenaje a Muñoz Seca). Los alumnos y alumnas de más de doce años lo consideran un libro infantil y ellos se consideran cualquier cosa menos niños. No saben muy bien lo que son; es la edad, ya se sabe, la mutabilidad incesante del ser humano, pero lo único que tienen claro es que no son, ni quieren ser considerados niños ni niñas. De modo que las inteligentísimas conversaciones y digresiones que salpican esta obra maestra les resbalan preventiva y fulminantemente.
Y justo cuando los jóvenes empiezan a ser adultos, cuando ya tienen capacidad para comprender la grandeza de libro tan pequeño, cogen el título bajo el brazo y se nos van a esas universidades, repletas de bibliografía, recortes, erasmus ebrios y fiestas locas.
Y el pequeño príncipe se queda ahí, en las estanterías de la biblioteca de los institutos. Solo lo coge algún despistado, algún obligado y algún profesor que lo quiera releer por aquello que el mismo libro dice, porque "todas las personas mayores fueron al principio niños (aunque pocas de ellas lo recuerdan)".
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