Hoy se conmemora la muerte del hijo de un Dios. No es la primera vez que sucedía en la historia de las religiones. El dios padre fenicio, por poner un ejemplo, tuvo un hijo único, Ieoud, con una virgen humana llamada Anabret. Para salvar a la población, un buen día el dios padre engalanó a su hijo y lo sacrificó. La historia está llena de dioses que mueren y resucitan como, Osiris, Dionisos y Adonis.
Pues bien, coincidiendo con la efeméride de muertos que regresan, me encuentro con esta foto de trece asesinados durante la Guerra Civil en Espinosa de los Monteros. No quiero ponerme a bramar por la injusticia y la impunidad de estos crímenes (otros lo hacen más y mejor que yo). Lo que me llama la atención es que no están en un barranco perdido, ni en un recóndito bosque, ni enterrados en el mar (como cantó Alberti e hicieron con Bin Laden), sino debajo de la acera de una calle cualquiera, a poco más de un metro de profundidad, a, como quien dice, dos palmos de donde ruedan los carritos de bebé, de donde caen los chicles y heces caninas, de donde se gastan las suelas de los caminantes, de donde se depositan suavemente las hojas del otoño.
Ya lo dijo Quevedo en los dos últimos versos de un memorable soneto:
...y no hallé cosa en que poner los ojos,
que no fuese un recuerdo de la muerte.
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