Lo que me ha pasado esta mañana es una mezcla anómala de tecnología e introspección personal. Navegando por esos mundos de Dios di con un vídeo de Manhattan Transfer en el que interpretaban "Birdland". Este fue un grupo que siempre me gustó por sus portentosas voces y la alegría que transmitían en discos y directos (aunque yo nunca los vi en persona). En el menú de Youtube esta actuación de 2011 en Polonia está al ladito de otras de los años 80. El contraste físico de los cantantes es brutal. Parecen sus propios abuelos.
Y mientras vagaba por estas disquisiciones sobre el paso del tiempo y otros manidos tópicos concomitantes, vislumbré algo que me sorprendió. Era un rostro que me resultaba familiar, un tipo al que conocí no sé cuándo, algún famosillo que se había colado entre el público o algún invitado entre los músicos. Pero no, al final lo vi claramente: era yo mismo, reflejado en la satinada pantalla del nuevo dispositivo multimedia. Allí estaba, veinte años también más tarde, mirando cómo seguían divirtiéndose aquellos cantantes que, a pesar de lo que ha llovido (o no), tienen las voces en forma y podrán decir cuando salgan del ciclo de las vidas: "Sí, envejecí, se me cayeron los dientes, el pelo y los pechos, pero estuve toda la vida haciendo lo que quería, que me quiten lo cantado". Entonces acabó el vídeo y me quedé frente a mí mismo, con los cascos puestos, como una especie insecto innominado, que quizá acababa de comprender algo. Algo que todavía no estaba muy claro en qué consistía, pero que tenía que ver con apagar la tablet, salir a la calle y vivir lo mejor que se pudiera.
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