16.4.12

De jóvenes (y) vampiros

Esta mañana me he dado una vuelta por la feria del libro que hay instalada en la biblioteca de nuestro centro.  Allí estaban los clásico, los más vendidos (que raras veces coinciden, al menos hoy día), los libros que nos autoayudan, los de tapas gordas para regalo...  Pero había un ala entera con mesas de dos por uno, rebosante de zombies y vampiros (academias de vampiros, diarios de vampiros, vampiresas en minifalda, vampirillos a los que se les caen los dientes para que el ratoncito Pérez les traiga un euro y así ad nauseam y más allá).
Los jóvenes son aquellas personas que aún no son ciudadanos de pleno derecho, pero que saben (o creen saber) casi todo lo que hay que saber sobre la vida y sobre la muerte.  En verdad ninguno sabemos casi nada sobre esos temas, pero ellos sí porque la ignorancia es osada.  La necrofilia, hemofilia y coprofilia juveniles obedecen, en mi modesta opinión de observador cercano pero calvo, a varias razones.
La primera es una orquestación comercial basada en videoclips, novelas y películas que han alcanzado altas cotas de popularidad.  En realidad esto no es una razón en sí misma, porque la campaña podría haber girado en torno a el croché o el foxtrot y hubiera tenido el mismo éxito.
Me da por pensar que concretamente detrás de la vampirofilia hay un cuádruple simbolismo.
De un lado la sociopatía de quienes se sienten diferentes, ajenos a la vida cotidiana, a los horarios laborales o académicos establecidos por los mayores.  Son los parias más numerosos y cercanos del sistema, los que miran desde detrás de la tapia con la desesperanza de que quizá nunca sean invitados a la fiesta.
Por otro, hay una especie de metáfora del contagio, que les ha sido inculcado a todos los nacidos en la época post-sida.  El contagio es un mito que se ha crecido desmesuradamente desde la invención del microscopio y que acrecienta los miedos inconcretos, difusos, inasibles, que son los peores.  Se usó en la Edad Media para la peste y en la moderna para la sífilis, el racismo, el clasismo y la pediculosis.
Luego está el mito intercalado de la inmortalidad, esa cosa tan pesada y tan incomprensible de la que tanto abominaba Borges, y que tanto gusta a los que todavía han vivido poco.
Y por último, el mordisco vampírico, que es un burdo símil del coito virginal.  Pero esto ya se lo olía hasta el que nada más que ha leído los lomos de los libros de Freud.
El pobre conde Vlad Tepes III debe de estar removiéndose en su ataúd, con su estaca en el pecho, viendo cómo el vampirismo se ha convertido en una especie de moda comercial.  Nada de castillos lejanos envueltos en la niebla, nada de aristocráticas salas de cortinajes carmesíes, ni transilvánicas damas palideciendo de pánico y de placer. Vaqueros de marca, coches ruidosos y gafas de sol de diseño para los nuevos hemófagos.
Y de los zombies hablaremos otro día, que ya es tarde y mañana tengo que explicarles a los alumnos de Bachillerato este poema de Baudelaire:


La metamorfosis del vampiro

La mujer, entre tanto, de su boca de fresa
Retorciéndose como una sierpe entre brasas
Y amasando sus senos sobre el duro corsé,
Decía estas palabras impregnadas de almizcle:
«Son húmedos mis labios y la ciencia conozco
De perder en el fondo de un lecho la conciencia,
Seco todas las lágrimas en mis senos triunfales.
Y hago reír a los viejos con infantiles risas.
Para quien me contempla desvelada y desnuda
Reemplazo al sol, la luna, al cielo y las estrellas.
Yo soy, mi caro sabio, tan docta en los deleites,
Cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos
O cuando a los mordiscos abandono mi busto,
Tímida y libertina y frágil y robusta,
Que en esos cobertores que de emoción se rinden,
Impotentes los ángeles se perdieran por mí.»

Cuando hubo succionado de mis huesos la médula
y muy lánguidamente me volvía hacia ella
A fin de devolverle un beso, sólo vi
Rebosante de pus, un odre pegajoso.
Yo cerré los dos ojos con helado terror
y cuando quise abrirlos a aquella claridad,
A mi lado, en lugar del fuerte maniquí
Que parecía haber hecho provisión de mi sangre,
En confusión chocaban pedazos de esqueleto
De los cuales se alzaban chirridos de veleta
O de cartel, al cabo de un vástago de hierro,
Que balancea el viento en las noches de invierno.


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