A las películas, como a los vinos, es mejor dejarlas reposar. Esta famosa cinta del no menos famoso Amenábar dio mucho que hablar y antes de verla yo la ha visto casi todo el mundo (que me rodea). Algunos la consideraban pasable, otros aburrida, fría y cerebral. Ciertamente tiene algunos fallos narrativos espectaculares, con demasiados cartelitos poco visibles contando demasiadas cosas que el espectador debe saber para entender lo que se le cuenta y lo importante que es para la historia de la humanidad. Había momentos que no sabía si estaba viendo una película o la Wikipedia.
No obstante el tema y la época que trata, además de ser cruciales para la historia del pensamiento, pocas veces (o ninguna, díganlo los eruditos) ha sido llevada a la pantalla. El anticristianismo latente queda matizado por un alegato contra todos los radicalismos, sean judaicos, gentiles o machistas. Otra virtud de Ágora es cómo huye del esquema de personajes hollywoodense, para centrarse en la relación maestro/alumno, amo/esclavo, padre/hija... Nada de la parejita heterosexual que consuma (o no) el coito ante todos. Si Hipatia se acuesta con alguno de los que la cortejan, entonces el que se acuesta soy yo.
Este director es respetable porque siempre aborda proyectos en principio demenciales cinematográficamente: la historia de un tío que está toda la película en la cama, otra de unos cuantos y cuantas en una casa encerrados (la más fallida y tópica de todas) y ahora una de romanos con el tema, nada atractivo para el gran público, de la lucha entre ciencia y fe, entre la Antigüedad y la Edad Media. Y además es una película que reinvindica el poder y la importancia de los libros, aunque sean rollos. Mejor esto que reivindicar la longitud de las pistolas, los penes, los brazos guanteadores o la silicona pectoral.
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