Cuenta Taleb en El cisne negro que un paciente de Parkinson demandó a su médico 200.000 dólares por haberle recetado una sustancia que lo llevó a gastarse esa cantidad en los casinos. La dopamina liberada por el medicamento hace que el cerebro encuentre patrones, reglas, sentido en lo que es completamente azaroso. El pobre hombre creyó que sabía qué números iban a salir y qué carta se iba a repartir.
Así también pasa en la vida en general y en la literatura en particular. Las cosas suceden con el azar acostumbrado (te partes un brazo, te dan un beso inesperado o una bofetada, un volcán bloquea el espacio aéreo, te resbalas, te ofrecen un trabajo, te despiden...), pero la mente tiende por naturaleza a comprimir, a resumir, a explicar y a dar sentido a lo que no lo tiene. Ahí interviene la dopamina.
Los mitos, las historias, las novelas, los cuentos, las películas tratan de dar coherencia a ese cúmulo de casualidades llamado vida, existencia o universo.
Las simples ovejas, los vulgares molinos, las feas prostitutas eran desechadas por la mente reguladora de Alonso Quijano, eran sometidos al patrón de los libros de caballería y ya dejaban de ser lo que en realidad eran. Cervantes supo esto desde el principio y se reía del personaje. Lo malo es que al final todos nos compadecemos del viejo hidalgo y acabamos queriendo más irrealidad, más mentira, más dopamina y menos sinsentido.
La locura nos evita volvernos locos.
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