Desde que Oscar Wilde nos mostró a Simon de Canterville atemorizado ante la presencia de los vivos y que, años más tarde, Tim Burton nos regalara su versión de lo mismo en el clásico Beetlejuice, los fantasmas están de capa caída.
El tipo de las sábana y la bola se ha convertido en dos cosas que no pretendía: en un sinónimo de petulante o vanidoso y en un disfraz de urgencia en caso de que te inviten a una fiesta de jálowin y no tengas que ponerte.
Su lugar en el imaginario del terror de ultratumba lo han ocupado dos figuras de significado y origen diferentes.
Los zombies, de raigambre caribeña, suponen una amenaza más concreta y física, pero, a la vez, más fácil de ahuyentar. Un par de disparos bien dados y a seguir reventando cerebros. Saltaron a la fama internacional danzando sincronizadamente junto a Michael Jackson y son invitados de honor en videojuegos y teleseries varias.
Los vampiros proceden de la tradición romántica transilvánica y van asociados a lo nocturno y erótico. Suelen ser guapos/-as, enigmáticas, atormentados y conforman el contrapunto fashion a las franca falta de elegancia de los zombies, nietos icónicos de los leprosos medievales.
Casi podríamos decir que la figura del fantasma se ha escindido en dos subfiguras. Su aspecto amenazador y desagradable lo han heredado los zombies y su melancolía nocturna ha pasado a ser patrimonio de los vampiros.
NOTA: No sé a qué ha venido este interés mío por los fantasmas, quizá porque repusieron Beetlejuice hace unos días en televisión y por uno que salió ayer en El atlas de las nubes, muy timburtoniano por cierto.
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