Para rematar este cumpleaños en el que tantos se han acordado y e-acordado de mí, traigo aquí un poema de A estas alturas que viene que ni pintado.
Gracias a todos y todas (y al señor Zuckerberg por colocar esos avisos en Facebook) por no olvidar a este poeta alopécico y para más inri funcionario.
Un buen día lo precipitan a uno
desde no se sabe qué insondable altura
como a un saco lleno de sorpresas
y ese momento es ya una marca
en la falsa lista de los amaneceres.
Llegado ese momento se cae
en la cuenta de que cada segundo
es como la bisagra
de la que sólo conocemos
una hoja o mejor
o peor aún, si me apuran,
que todos los minutos
son una broma tersa, brillante y resbaladiza
como este cuchillo de acero inocente
que divide el corazón de la tarta.
Sólo se piensa para atrás,
porque hacia adelante
en la parte de los dedos que señalan
la correcta dirección de nuestros pasos
no valen las nostalgias de talón,
que miren ustedes
por dónde murió aquel héroe.
Y uno ya está soplando
y es un céfiro de barraca de feria,
pues estas velas no mueven navío
ni buscan otro puerto que apagarse.
Y luego hacia los vasos,
como hacia la salida
y a través de sus cristales,
cuando se apuran los últimos sorbos
son tan feos los invitados,
que uno coge y escupe dentro
y simula un golpe de tos.
Pero al no verse luz alguna,
uno recuerda o inventa
que sólo se sale de donde
previamente se ha entrado
y que acaso no sea uno
ese saco de sorpresas
que los dioses tiraron a la tierra.
A lo más, la cuerda que lo ata
y de la que se vale el tiempo
para tirar con saña de las cosas
que ocurren o suceden.
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