Cuando arrecia el frío el personal tiende a juntarse, como los pingüinos emperador en la Antártida. Nos echamos a las calles a hacer cola en cualquier lugar (circos, compras, belenes, congas, devoluciones de regalos) y abominamos de la soledad, como algo intrínsecamente funesto. Estas aglomeraciones momentáneas de empresas, familias, pueblos y naciones lleva en ocasiones a unificar también las voces formando coros. Y ahí hacen su irrupción estruendosa los villancicos, cantos atávicos, paleolíticos casi, pastoriles, con letras incomprensibles ("su molinillo y su anafe"), dadaístas-deconstructivistas ("yo me remendaba, yo me remendé, yo me eché un remiendo, yo me lo quité") o surrealistas ("hacia Belén va una burra, cargada de chocolate, debajo un chocolatero, rin, rin..."). La instrumentación es igualmente primitiva y arcaizante. Predominan los instrumentos de percusión o fricción, que no necesitan afinación, estudios previos ni partituras. De entre todos destaca la zambomba, muy del gusto de los psicólogos freudianos, y la botella de anís percutida, a cual más enervante y dodecafónica. Semejantes escandaleras, disarmonías y euforias desgañitadoras parecen provenir de una antigua costumbre que practicaban los romanos, consistente en hacer el mayor ruido posible para ahuyentar a los espíritus que regresan del más allá para hacernos el más acá imposible.
Los suaves, cultos y melodiosos villancicos que no responden a este esquema (O Tannenbaum, Silent night, etc.) nunca cuentan con el apoyo popular del "zum, zum, zum" ni del "abajaban los pastores". Son más bien la banda sonora de los grandes almacenes y de las películas con tanta nieve que hacen en verano en la soleada California.
Los suaves, cultos y melodiosos villancicos que no responden a este esquema (O Tannenbaum, Silent night, etc.) nunca cuentan con el apoyo popular del "zum, zum, zum" ni del "abajaban los pastores". Son más bien la banda sonora de los grandes almacenes y de las películas con tanta nieve que hacen en verano en la soleada California.
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