Aludiendo a aquella canción de los ochenta entre naif y directamente mala, les cuento una anécdota que me acaba de ocurrir esta mañana en el supermercado.
Cuando termino de pagar y estoy dando la tarjeta, la cajera me pregunta:
--¿Ha leído ese libro?
Se trataba de un tocho de novela histórica de esos que están de moda junto a las pilas alcalinas o los tomates de pera.
Inmediatamente pensé que se trataba de una oferta según la cual, pasados tantos euros te regalan un libro, como quien te regala dos sartenes o un exprimidor.
La cosa es que una vez que me acerqué a la estantería y vi el título respondí que no lo había leído. Y cuando ya calculaba para hacerle hueco entre las botellas de agua bajas en calcio y los paquetes de leche, va la joven y me dice:
--Ah, bueno, era para saber si estaba bien, como usted lee mucho.
Durante un fragmento de segundo no supe qué pensar y casi pierdo el sentido de la realidad, como si fuera un cuento de Cortázar, pero acto seguido caí. A veces he comprado algún libro en ese establecimiento, pero no tantos como para que entre las cajeras tenga fama de lector compulsivo. El origen de esta anécdota está en que allí trabaja una muchacha que tuvo la suerte y/o la desgracia de ser alumna mía hace unos años, la cual habrá difundido mi nombre y profesión entre el personal. Cuando me acordé de ella, volví en mí y pude reaccionar decentemente:
--A ver si tengo tiempo.
Y esta es la historia de cómo sufrí una metamorfosis puntual de cliente a asesor literario.
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