Situación: tertulia en una radio de alcance nacional sobre el tema de la autoestima. Hablan varios especialistas y José Antonio Marina. Casi todos coinciden en una definición similar. La moderadora, temiendo que aquello se convierta en algo serio, decide que intervenga uno de sus colaboradores, a la sazón José Mª Íñigo, ínclito presentador de dobladores de cucharillas del tardofranquismo (cito de memoria):
--José Mª, tú interven cuando te parezca.
--¿Yo, para qué?
--Para llevar la contraria.
--Pues muy bien, lo que mandes.
En efecto, cuando acabó la primera ronda de intervenciones sin atisbo de disensión, Íñigo toma la palabra (cito de nuevo de memoria):
--Pues yo no estoy de acuerdo. Yo creo que la autoestima la tiene uno más alta cuando ha triunfado en la vida y tiene dinero y coches...
Me pareció tan patéticamente absurda la reacción del que llevaba "la contraria", que apagué la radio y me puse a pensar en ello. Me dije:
--Cuando tenga tiempo voy a escribir sobre esta manía de llevar "la contraria". Ahora no, que va a parecer que quiero llevársela a la presentadora. Luego, más en frío.
Al poco rato di con un artículo de Elvira Lindo que hablaba precisamente de esa tradición hispánica que consiste en hablar sin pensar demasiado, dejándonos llevar por la pasión y la falta de formación. Cito (ahora sí literalmente) un fragmento:
"Pero hay algo particular en la verborrea de los españoles (dicho sea “españoles” sin ánimo de incluir a quien no lo desee) y es que, por no haber recibido en la escuela o en casa un adiestramiento mínimo para defender lo que pensamos sin llamar cretino al adversario, padecemos un continuo calentamiento de boca".
Pues eso, que procuremos enfriar nuestros aparatos logogénicos, que no tenemos que doblar cucharillas con ellos.
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