Me encuentro en el supermercado un tocho de 1 097 páginas, escrito por Julia Navarro y titulado
Dime quién soy. Pedazo de historión histórico con espías, amores, guerras y traiciones para dibujar lo que las solapas de los libros llaman tópicamente "un fresco de la historia del siglo XX". Vamos: Balzac, Tolstoi, Galdós y Dumas resucitados. El tema central de esa novela, que no he leído (la vida es demasiado corta para aprender alemán) ni leeré, es la identidad, o sea, el problema de la identidad, el no saber uno/-a quién es. Curioso que el mismísimo don Quijote sí lo supiera ("Yo sé quién soy") y que los lectores y lectoras del siglo XXI no.
Cuando uno está dispuesto a sumergirse en ese océano de letras, en ese piélago de oraciones subordinadas, en esa avalancha de diálogos, crímenes y anagnórisis, está diciendo a voces que dimite de su personalidad, de su vida, de sus deberes maritales, laborales y lúdicos. La ausencia de vida lleva a la literatura. A menos vida, más literatura. Hay quienes busca esa evasión tan salvajemente gorda para vencer el famoso tedio de la vida.
Cuando el diablo se aburre, escribe novelas de más de mil páginas. O las lee.
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