La traición destroza el más íntimo y sagrado de los sentimientos humanos, la confianza. Ignoro si la Iglesia católica actual acata la estratificación dantesca medieval o tiene ahora otro ranking para clasificar los pecados. Recuerdo que cuando estudiábamos el catecismo había como dos ligas: los veniales y los capitales. Pensaba yo en mi estulticia infantil que los veniales tendrían algo que ver con las venas, con la sangre, con los asesinatos y que los capitales eran aquellos que no cometían las gentes de pueblo o catetos.
En cualquier caso, los curas, párrocos, presbíteros, arciprestes, monaguillos, obispos y cardenales que han participado activa o pasivamente en la corrupción de menores, vivan en villorrios o en Boston, deberían estar muy cerca de lo peor, a pocos puntos de Hitler, Judas y otros de ese jaez.
No es de recibo que la Iglesia se eche a la calle porque una ley ampara el derecho a parir o no parir de las mujeres violadas y corra un tupido velo, como capa de arzobispo, como sábana nefanda, sobre esta dantesca traición.
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