Esta tarde llevo ya varios sustos, que han consistido en que han pegado diez o doce veces en el timbre en busca de caramelos. Como no soy norteamericano y no entiendo muy bien la traducción pésima que se ha hecho del trick-or-treat (¿qué truco es tirar huevos a una casa?), pues no les abro. De modo que he acabado por convertirme en una especie de gigante egoísta de Wilde.
Los lectores de este blog sabrán de sobra que no soy un gran defensor de los valores patrios. Antes al contrario, no faltan quienes me afeen mi conducta mordaz y crítica con el modus operandi y vivendi españoles. Estoy dispuesto a aceptar cualquier costumbre que considere acertada de cualquier país o civilización. Ahora bien, de todas las posibles tradiciones que el mundo son, resulta especialmente sospechoso que la que con más fuerza se haya colado hasta la mismísima puerta de nuestras casas haya sido esta de las calabazas sonrientes y los esprays de telarañas. Ni el orondo Papa Noel ha podido totalmente con nuestros ancestrales magos de Oriente.
Quizá se han dado dos circunstancias que ha favorecido esta infiltración. La primera es la ausencia (o la decadencia) de las fiestas de difuntos en España: el pobre don Juan Tenorio ha quedado para las clases de literatura y las visitas a los cementerios son más bien un compromiso ritual higiénico. La segunda es que ha infectado al sector de la población más débil ante los ataques publicitarios, la niñez.
No sé si esta fiesta ha venido para quedarse, pero creo que al menos hasta los próximos treinta o cuarenta años seguirá considerándose una tradición impuesta y/o impostada. Entonces, cuando las niñas que veo ahora correr desde mi ventana, vestidas de brujas y vampiresas, tengan cuarenta años, ya hablaremos, si es que no hemos muerto de un susto, o de miedo.
Tengo la sospecha de que esta foto ha pasado por el Photoshop de alguien. |
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