13.10.12

La manzana zen

Creía que, desde que releí la última vez el Quijote, nunca iba a ser capaz de tragarme setecientas páginas de un libro, pero ha pasado.  La biografía que Walter Isaacson ha escrito sobre Steve Jobs me ha absorbido las últimas dos semanas.  Otra peculiaridad de esta lectura es que la he realizado completamente entre el Kindle (70%) y el Ipad (30%), con lo que descarto totalmente cualquier prejuicio acerca de la legibilidad de estos dos aparatos.
La narrativa de Isaacson atrapa con un estilo fresco y ágil, evitando la hagiografía y el vilipendio, buscando la ecuanimidad y la asepsia.  Lo que cuenta es muy interesante desde varios puntos de vista.  Atraerá a los informáticos, a los empresarios, a los políticos, a los psicólogos y a los médicos incluso.  De todos los aspectos del pensamiento y la vida de Jobs me interesan básicamente cuatro: su relación con el zen, con Japón y Kioto y su idea central de conjugar las humanidades y las ciencias.
1.- Durante años Steve Jobs fue discípulo del maestro zen Kobun Chino Otogawa, quien ofició su boda con Laurene Powell en 1991.  Era especialista en escritura de haikus y shodo (caligrafía), lo que resultaría importante más tarde en el desarrollo de los Mac.  Se dice que la influencia del zen en Jobs fue en dos sentidos, el estético y el creativo.  El zen propone la simplicidad de formas y el acceso a la iluminación por intuición, más que por reflexión analítica.  Jobs puso en funcionamiento estos dos principios. Los objetos que creó son exquisitamente simples y manejables y, por ejemplo, nunca echó mano de estudios de marketing para saber científica y analíticamente qué quería la gente.  Pensaba que el personal no sabía lo que quería hasta que lo tenía delante. Había algo de absurdamente genial en sus propuestas y en su forma de conducir la empresa.  Eran como un koan sin solución aparente, pero posible.
2.- Siempre admiró la eficacia y pulcritud de las empresas japonesas, sobre todo de Sony.  Visitó una factoría de Sony y quedó entusiasmado con los uniformes, la limpieza y la exactitud.  Afirmó que su ideal de belleza eran los jardines que rodeaban la ciudad de Kioto.  Como ustedes comprenderán, eso me llegó al alma por razones que a ustedes no se le escapan.  Miren la foto que encabeza este blog: un fragmento del jardín seco de Rioanji.  Para sus cumpleaños les regaló a sus hijos un viaje a Kioto. Dicen por ahí que Jobs fue más japonés que los japoneses.
3.- Por último está esa idea suya de vivir en la intersección entre la tecnología y las humanidades.  Siempre buscó la belleza en lo racional y lo racional en la belleza.  Esa aparente paradoja (tan zen, tan koan) fue el motor de tantas y tantas innovaciones.  Descartó las tétricas pantallas de fondo negro y letras verdes para incluir la tipografía y el fondo blanco para los documentos.  Hizo del ordenador algo amigable, humano, humanizado, cercano, derribando las reticencias tecnofóbicas de gran parte del público.  Fan de Bob Dylan y de los Beatles, cambió la forma de comprar y consumir música y no descansó hasta que resolvió el problema legal con Apple Records, la compañía que gestionaba los derechos de los Beatles y que había pleiteado con Apple (computers) por el nombre.  En esta misma línea continuó hasta sus últimos días.  Juntó en un restaurante a cenar a Obama, a los dueños de Google, Facebook y otros para proponer cambios en la industria tecnológica norteamericana y propiciar un cambio educativo/pedagógico que todavía no se ha producido. Quería liberar a los niños de las mochilas y adaptar los contenidos de manera interactiva y personalizada para cada estudiante.

A pesar de estas coincidencias con mis preferencias estéticas, espirituales e intelectuales, la personalidad de Job no es atractiva en su conjunto.  Fue cruel con sus empleados, como un maestro zen que golpea al discípulo para que alcance la iluminación.  Se apropió de ideas de otros, que poco antes había ridiculizado.  Insultaba a los cocineros y ocupaba plazas de minusválidos con su ostentoso coche.  Era vegetariano estricto y asistía descalzo (y sin duchar) a las reuniones con otros ejecutivos. Lo acusaron de convertir su empresa en una especie de secta que impedía el libre desarrollo de programas y contenidos, pero él se defendía diciendo que le importaban más la perfección de los productos, la eficacia y la comodidad del consumidor que el dinero. Y parece que en algunos momentos lo demostró claramente.
Al final de su vida se reconcilió un poco con Bill Gates y con otros con los que había tenido largos, fructíferos y cruentos enfrentamientos.  Recibió en su casa a Larry Page (cofundador de Google), que le estaba haciendo la puñeta con Android, y departió amistosamente con él.

El legado de este hombre es inmenso.  No inventó exactamente nada.  No había estudiado informática, ni marketing, ni economía de empresas.  A pesar de sus manías (criticó el diseño de la mascarilla de oxígeno del hospital), tampoco era diseñador.
Era solo el hijo adoptivo de un mecánico aficionado de coches.  Fue un iluminado que tomó LSD, hacía bromas en el instituto, se vistió de Hare Krishna, estudió letras en la universidad y viajó de joven a la India. Y con este pintoresco currículum popularizó el ordenador personal, regeneró la industria del cine de animación, reformó el consumo de música y su venta y comercialización en medio de un tsunami imparable de piratería, reinventó el teléfono y casi hace desaparecer los ordenadores con las tablets.  El grado máximo de tecnologización consistía en hacer desaparecer la tecnología.  He aquí otra paradoja zen.


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