Todo el que ha estudiado "Historia sagrada" sabe que el mundo comenzó porque Dios lo nombró. Dios dijo hágase esto y esto se hizo, hágase lo otro y se hizo lo otro, etc. La segunda parte de este proceso la contó Bob Dylan siglos más tarde en una cancioncilla pegadiza que compuso cuando se convirtió del judaísmo diletante al cristianismo redentor:
He saw an animal up on a hill
Chewing up so much grass until she was filled.
He saw milk comin' out but he didn't know how.
"Ah, think I'll call it a cow.
Vio un animal sobre una colina
masticando mucha hierba hasta que se llenaba.
Vio salir leche, pero no sabía cómo.
Ah, pienso que lo llamaré vaca.
(trad. de un servidor)
Nota: en español como "cómo" no rima con "vaca", pues la estrofa no tiene la más mínima gracia (divina ni humana).
Albergamos la creencia ancestral de que los nombres no es que creen la cosas (quién sabe), pero al menos las condicionan. Llega un nuevo ser al mundo y ahí que van los padres a consultar libros, gurús y webs para que el futuro de su descendencia no quede marcado por el estigma de llamarse Eduvigis o Pancracio, ni Pepe, siquiera, ni Anita, que es nombre de niña buena y bien peinada. De ahí los Kevincostners y compañía que surgen de vez en cuando.
De modo que la cosa de la arbitrariedad del signo lingüístico que pregonó el padre de la lingüísitica (Ferdinand de Saussure) se tambalea y hace aguas por diversos flancos.
Cuenta Fernando Beltrán (el poeta mejor pagado de España), dueño y creador de "El nombre de las cosas", empresa dedicada al naming de otras empresas, que lo persiguen por cenas y saraos los dueños de éstas para que les ponga un nombre nuevo: "Ponme un nombre, por favor" dice que le piden, "bautízame, te lo suplico, en el nombre del padre...". El mercado ha entendido perfectamente que una carnicería que se llame "El descuartizador sangriento" va a vender menos filetes que si se llama "Filetalia" o "Meating point". Cuentan que en Estados Unidos se derribó el impuesto de sucesiones cuando ciertos políticos consiguieron que se lo conociera como el impuesto de la muerte.
Viene al caso esta reflexión porque el otro día intentaba hacer ver a mis alumnos de doce años (¡) la validez de la poesía, entendida como la actividad más exacta y aparentemente inútil que se puede llevar a cabo con el lenguaje. Para aportarle un poco de dignidad contemporánea, les dije que existía un señor (el citado Fernando Beltrán) que se ganaba la vida (exageré un poco y les dije que ganaba millones) simplemente inventado palabras. Los pobres se quedaron como pensando quién era más tonto si ese inventor de palabras, si los que le pagaban por inventarlas o yo por contarles (o inventarme) semejante despropósito.
Es lo que tiene esta profesión: uno va como clamando en el desierto, esperando que una de las mil semillas que lanza al aire germine algún día. Una de cada mil, que es, más o menos la proporción de personas interesadas por la poesía en este mundo cruel y prosaico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario