El metro es sitio enigmático y simbólico donde los haya: metáfora intestinal, símil del infierno cotidiano, escenario de fugaces encuentros azarosos que dan pie a imaginados romances. En el metro todos somos topos, hormigas, lombrices sin destino. Conforme bajamos las escaleras se van activando (o desactivando) neuronas y sinapsis que nos hacen olvidar paulatinamente el aire, el cielo, la ética, la culpa y las recompensas. Por eso no es de extrañar que haya tantos suicidios, tantos asesinatos y tantos atentados en andenes y vagones subterráneos.
El caso reciente del neoyorquino que antes fue fotografiado que ayudado es paradigmático. El miedo a no se sabe qué (¿a caer a las vías? ¿a ser presa de un engaño y ser atracado?) paralizó al público asistente. Al fotógrafo, sin embargo, se le encendió una luz y supo que aquello era una exclusiva antes que una persona. ¿A qué usar un flash pudiendo usar unos brazos?
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