Ese programa televisivo (que se ha sido clonado como andaluces por el mundo, asturianos por el mundo, alicantinos por el mundo...) presenta siempre la cara amable y abnegada de nuestros compatriotas que han optado por sacar los pies del tiesto ibérico y buscarse la vida allende los mares, los Pirineos y Ayamonte.
Ahora bien, muchas veces al encontrar españoles por el mundo, la impresión que se tiene es otra.
El pasado día 5 de enero estábamos en una cafetería del centro de Kioto. Los japoneses conversaban, tomaban té o café (por cierto, en ese establecimiento al vaso más voluminoso lo llaman "grande"), leían libros o correos en sus móviles y tablets. De pronto apareció una familia española. Dada la distancia de nuestra querida piel de toro, no se trataba de turistas masivos, de los que abarrotan Disney Paris, Cancún, Londres o Praga. Se notaba que era gente de una clase social más bien elevada, que vestía bien (o sea, caro) y hablaba inglés con fluidez (o sea, de curso en Essex). Pues bien, a los pocos momentos, de las cincuenta o sesenta personas que estábamos ya solo se oía a los españoles. Ocuparon sus asientos, expandieron su espacio vital con brazos, bolsos, bolsas y chaquetones, hasta casi acogotar a los japoneses y comenzaron a hablar a unos cuantos decibelios por encima de la suma del resto de conversaciones que estaban teniendo lugar en esos momentos. No era exactamente falta de educación, era más bien, exceso de españolidad, entendida esta como la tendencia innata a hacerse notar casi sin querer, a elevar la voz sin razón aparente, a expandir el yo y el nosotros, a enfatizar la existencia.
Nosotros, por nuestra parte, por supuesto, nos hicimos los suecos.
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