Por muchas razones que no vienen al caso, últimamente ando dándole vueltas a dos conceptos que me atraen cada vez con más fuerza: la simplicidad y la intuición. Algunos ya habrán notado la limpieza de enlaces y distracciones que he hecho en este mismo blog. No hay que ser muy listo para darse cuenta del transfondo zen de esta querencia.
El zen no es especulativo, va al grano, no divaga, no comenta textos, no genera bibliografía propia (otra cosa son los que lo estudian). Propone alcanzar la iluminación tras un largo proceso de anulación de lo circunstancial, a cuyo final se llega así por las buenas, sin aviso, de manera repentina y sorprendente. Unos lo consiguen con un golpe que le da el maestro en el cogote, otros con una flor que cae del árbol o con una respuesta paradójica y/o absurda que hace saltar los goznes del famoso "sentido común".
Hoy ha ocurrido una serendipia zen. Ha muerto el hombre que usó el zen para ganarles el mercado a los japoneses (Steve Jobs) y ha ganado el Nobel un poeta que escribe haikus y apuesta por la naturaleza y lo cotidiano (Tomas Tranströmer).
A los interesados/-as les recomiendo la lectura de Simplicidad de Edward de Bono, en el que aprendí unas cuantas cosas útiles, algunas de las cuales he puesto en práctica en el trabajo.
En un mundo atestado de señales, referencias, hipertextualidades (en esta entrada hay cuatro) canales de televisión, e-amigos, nombres, pronombres, clasificaciones, vericuetos, matices, perífrasis, alusiones, tiendas de todoauneuro, etiquetas, listados, cláusulas, confusión y propaganda, está urgiendo una desparasitación, un criba, una selección natural o artificial, una tabla rasa.
Ya lo dijo don Antonio (Machado):
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos
y escucho solamente de entre las voces una.
Y es que si no limpiamos la habitación, nunca vamos a encontrar las malditas llaves.
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