Esta es la noche del horror enlatado, del eufemizado y suave horror de las caras pintadas y las telarañas en espray.
Como los clavos, una tradición saca otra tradición. El Tenorio y los nichos limpios han sido sustituidos por caramelos sin azúcar, zombies avampirados matriculados en segundo de primaria y calabazas antropomórficamente perforadas.
No seré yo el que reivindique rancias tradiciones celtibéricas de las doñas Rogelias y los crisantemos de plástico, pero tampoco me veréis, como vi hace unos años, con un tridente de plástico, haciendo cola junto a otros tres belcebúes en un cajero a las dos de la mañana.
Las televisiones están siendo ocupadas por novias cadavéricas (¿criptoanoréxicas?), asesinos ocultos y mutaciones diabólicas. Queremos tener miedo, pero queremos un miedo consabido, un miedo topificado, empaquetado y, a ser posible, americanizado.
El resto de la programación se encarga del otro terror, de ese que no nos gusta tanto.
Incluido el de los bancos, que cuando nos dieron aquellos dineros, parecían decir: truco y trato.
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