La niebla tiene un poder igualatorio que solo comparte con la muerte y, quizás, la lotería de navidad. La niebla anula, oculta, resume, concentra, desdibuja el mundo. Nos deja solos en medio de una calle o de un parque que dejan de existir, para que seamos más conscientes que nunca de nuestra propia existencia.
Contra tanto neón, tanta insidia publicitaria, tanta llamada de atención, tanto píxel, tantas inquisiciones/interrogatorios y tanta estridencia televisiva o internáutica, viene bien un borrón y una cuenta nueva. No saber qué hay dos pasos más allá nos obliga a reinventar el mundo.
En el pasado la noche cumplía esta misión renovadora, con sus largos silencios invernales, su intensa y natural oscuridad. Pero los tiempos que corren la han atestado de fiestas, de farolas, de leds, de programas de teletienda, de vecinos que regresan de parrandas, de sirenas y otros monstruos devoradores.
Hasta que los chinos inventen una máquina ad hoc que la disuelva, solo nos queda la paz húmeda de la niebla, como un útero meteorológico. En ella somos casi abstractos (Unamuno lo supo), perfectos espectros que albergan la vana esperanza de que todo haya cambiado a mejor, cuando vuelvan los perfiles, los colores y las tres dimensiones (o las cuatro, si contamos el tiempo perdido sin poder ver los relojes).
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