Pensar viene del latino pensare, que quiere decir, más o menos, "pesar". O sea, es el hecho de colocar los pros y los contras en una balanza para tomar decisiones. Este significado es un poco restrictivo y utilitarista. Me sirve más el sinónimo "discurrir", que implica darle vueltas a un asunto siguiendo como un camino metafórico, implicando movimiento. Por eso ya desde Aristóteles, los filósofos peripatéticos se pusieron a andar para pensar. Hace unos días en un reportaje sobre el Camino de Santiago uno de los peregrinos contaba que era mejor hacer el camino en solitario, porque el mero hecho de volver la cabeza para hablar con el compañero implicaba desatender el hilo del pensamiento, el camino del discernimiento. Acaba de salir a la venta un ensayo del admirado Haruki Murakami intitulado De qué hablo cuando hablo de correr, que todavía no he leído y que, supongo, abordará el tema de la relación entre el movimiento y el pensamiento, entre correr y discurrir. El pensador, sentado, con la barbilla apoyada en la cara, en realidad es una imagen prototípica de la melancolía saturniana, del pensamiento como algo inútil, que no lleva a ningún lado, de la petrificación de la vida, o sea, de la muerte.
Y es que la cabeza, si no sirve para seguir viviendo, pesa mucho y hay que agarrarla para que no nos aplaste o nos domine.
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