A orillas del mar hay unos balnearios/kibutz, (como Ein Guedí, donde estuvimos) en los que hay piscinas de aguas calientes, densas y apestosas que te dejan la piel como si tuvieras seis años. El problema es que como el mar se retira paulatinamente hacia la nada, desecándose año tras año, el balneario está ahora a un kilómetro de la playa y tienes que coger un trenecito de esos que entorpecen el tráfico en las ciudades turísiticas españolas. Alrededor de la zona de baño hay unos barrizales en los que está prohibido entrar. También está prohibido sumergirse y salpicar, cosa que hice antes de leer el cartel que se encuentra a los pies de una torreta de vigilancia. Hay que evitar a cualquier precio que el agua te entre en los ojos, pues se producen picores horrorosos y hay que lavárselos lo antes posible con el chorro más grande que encuentres.
Si no fuera por el efecto beneficioso que los minerales del barro y del agua producen en la piel (calcio, magnesio, sodio, potasio, bromuro...), se diría que aquello es lo más parecido al infierno que hay sobre la faz de la tierra o, al menos, unos cuatrocientos metros bajo el nivel del mar (vivo).
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