Esta tarde circulaba ciudadanamente con mi coche y vi que por la acera iba una mujer de mediana edad que caminaba sola arrastrando con aire de cansancio un carrito de la compra, mientras oía (supongo que) música con unos grandes auriculares. Hasta ahí no deja de ser una situación más o menos normal.
Lo malo es que a unos veinte metros detrás iba un niño de unos seis o siete años gritándole desesperadamente: "¡Mamá!, ¡mamá!". La mujer, dada la distancia y la interferencia musical no oía (o no quería oír) nada.
Los tripulantes y conductores de los coches que íbamos lentamente por esa calle casi solitaria no dábamos crédito a lo que veíamos y observé que algunos se volvían para ratificar lo que creían haber visto.
Me entran ganas de considerar esta escena una metáfora o metonimia de la incomunicación que caracateriza esta sociedad de la comunicación, pero prefiero creer (por puro egoísmo, para dormir mejor esta noche) que es una hipérbole y que no todo el mundo anda por el mundo con cascos u orejeras para no oír lo que no quiere.
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