13.7.11

El tema central

Unos vienen a Japón a pasearse y hacerse fotos delante del monte Fuji. Otros acuden a friquear con los mangas, los robots y los karaokes. Otros vienen a aburrirse en un hotel, como Scarlett Johansson. Otros vienen y se quedan si saber muy bien cómo ni de qué manera. En las dos semanas que llevo aquí ya he hablado con varios extranjeros que están cortados por el mismo patrón: yo vine para un par de meses y ya voy para quince años...
Una de las razones que me movieron a venir a Japón fue el zen. A una persona criada entre libros, bibliografías y notas a pie de página (también entre coches y barrios bajos) le llama poderosamente la atención una filosofía o religión que dice no ceñirse a los libros, en la que el maestro dice cosas incomprensibles a simple vista y lo mismo le da una patada a un Buda, que le suelta una colleja al discípulo o esparce enigmas irresolubles (koan) para que las mentes se retuerzan y expriman hasta sus propios límites. No es que yo aspire al satori (Buda y Apolo me libren de creerme un místico), pero en este mundo poliédrico, poliincitante y policíaco se echan de menos estas ideas simplificadoras, que inspiraron la austeridad de los samuráis, la concisión universal del haiku, la exactitud parsimoniosa de la ceremonia del té y el bosquejo insinuante del zenga y el ikebana.
Esta tarde he cogido mi bicicleta y, desafiando un calor inmisericorde, he empezado a subir por la ciudad de Kioto a eso de las tres de la tarde. He ido de norte a sur, desde la puerta del McDonalds hasta la zona arbolada que está después de las últimas edificaciones. Como en un rito iniciático me he perdido por barrios sin nombre ni indicaciones. A salir, he dado con el templo Myoshinji, en el que nos hospedamos unos días hace un par de veranos. Han colocado un gran monolito de mármol en el acceso y yo he puesto mi bici debajo para hacer esta foto.


A unos doscientos metros de aquí está el templo Ryoanji. En sus jardines se pueden tomar fotos como ésta de arces prematuramente rojos:


Y luego llega uno al jardín seco (karesansui) más famoso del mundo, la quintaesencia de la jardinería y la arquitectura zen. Es la tercera vez que lo visito y nunca me canso de apreciar el vacío como fuerza, no como ausencia. Dice el folleto que te dan en la puerta al pagar los 500 yenes que lo diseñó, allá por el año 1500, el monje Tokuhu Zenketsu. Poco importan esos datos para el espectador. Han sido múltiples las interpretaciones, algunas apoyadas en estudios matemáticos, sobre el verdadero significado de estas piedras colocadas en medio de la grava. Yo pienso que es un koan, un problema sin solución que nos fuerza a reflexionar por el gusto de reflexionar. Si vamos a más profundidades, podríamos decir que este jardín es una metáfora de la existencia, entendida como algo más o menos azaroso, incomprensible e incluso árido. Los leves diseños rectilíneos que los monjes hacen con los rastrillos en la grava dan a entender que existe una matriz, un patrón, un vector escondido en el caos, pero es muy sutil y hay que saber buscarlo y, con mucha suerte, encontrarlo.
El jardín está delante de una sala central llamada "Zoroku", que está decorada con paneles pintados al estilo zen. Paisajes insinuados con trazos monocromos que dejan abierta la imaginación del que los mira.
Detrás de este edificio hay una fuente llamada "Tsukubai", que encierra también una enseñanza, quizás el reverso o el complemento de la que nos ofrece el jardín seco. Se dice que fue un regalo del señor feudal Mitsukuni Mito (1628-1700). En los bordes de la fuente hay cuantro kanjis que vienen a decir: "Aprendo sólo para ser feliz". Un elogio del conocimiento desinteresado, ése que echamos tanto de menos en las aulas (profe, ¿eso entra en el examen?).
Y así tenemos las dos caras de la sabiduría: reconocer que desconocemos (la causa y la razón de las piedras del karesansui) y conocer por el placer de conocer.
Ahí van unas fotos de esta tarde tan zen:

Entrada al templo central.

Karesansui.


Tsukubai.

Zoroku.

Estanque exterior.

Caligrafía gigantesca en las salas del karesansui.


Después volví al aparcamiento de bicis y me deslicé hacia el sur. Me volví a perder un par de veces en barrios donde olía a cena recién hecha. Desde algunos puntos del camino se podía observar la ciudad, que antaño fue imperial, y se me antojó un puñado de piedras colocadas azarosamente sobre el tiempo y el espacio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

"Esta tarde he cogido mi bicileta ..."
Ya me parecía a mí que fue muy barata.