20.2.11

El camarero de la 7ª Avenida


Recibo un sms enigmático. Concozco al emisor, pero me despista el contenido. Me habla de que va a saludar a Houston y por el contexto (hotel Chelsea), supongo que está en Nueva York. Ato cabos. Recuerdo una charla o un correo en el que me contaba que iba a hacer este viaje: el amigo Lucas está paseando por Manhattan.
Los niveles de envidina y recordina se disparan.
Uno nunca olvida que ha estado en Nueva York. Quizá porque uno nunca va a Nueva York; regresa: esta curva me suena de El Padrino, sobre esta cama le hizo algo Joplin a Cohen, bajo estos árboles Woody Allen andaba cortejando a Diane Keaton, en esta acera bailó Frank Sinatra, en ese piso viviría el Luca que cantó Susan Vega...
Houston es el nombre del protagonista de una historia que escribí y publiqué hace años, El camarero de la 7ª Avenida. Me inspiré en un muchacho de color (más marrón que negro) del hotel Pennsylvania, al que el jefe regañaba porque no sabía español. La trama era una pizca inverosímil, pero mucho más creíble que el noventa por ciento de las historias de Nueva York que nos cuentan el cine o Paul Auster. A fin de cuentas ¿quién no ha salido por las calles de una ciudad buscando un gato?
Lucas pasea en estos momentos por Central Park o junto al vacío del Gran Cero de la torres. Lo imagino tomando notas (mentales), reconociendo, sorprendiéndose.
Ojalá que esta visita acabe por romper la prudencia injustificada de su talento literario.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Encontré en una tienda en Village a un viejo monje tibetano, reconvertido en lama en Queens. Hablaba muchos más idiomas de los que yo aprenderé en todas mis reencarnaciones y respiraba de manera tan lejana, tan distinta a la mía - todos respiramos distinto, se burlaba mi hijo- que pensé que nuestros cuerpos pertenecían a niveles diferentes de la existencia, como si comparados el uno frente al otro, tuviéramos que designarlo de otra manera, como si fuera otra cosa... No alcanzaba -ni alcanzo ahora- a encontrar el vocablo adecuado que marcara la extrema similitud y las sutiles diferencias de nuestros cuerpos. Me regaló un cedé, que ahora escucho, de música tibetana y me ofreció un durazno maduro y carnoso. Me sorprendió que lo llamara así, pronunciandolo en español, como si de un mantra se tratara, fascinado por la sonoridad mágica, el simbolismo fónico de sus sílabas. También me contó que un tal Ole y una tal Lisbeth le ofrecían duraznos maduros y carnosos en los crepúsculos suaves de la Alpujarra. Ni rastro de Luke, al que busqué sin pausa durante una semana intensa

Lucas