31.7.10

Círculos concéntricos

Con motivo de la polémica tauromáquica que nos acosa estos días, traigo aquí este relato que publiqué en Espacios, una antología de literatura española contemporánea que hizo en Dinamarca el compañero y, sin embargo, amigo Lucas. E. Ruiz.

Es largo para una entrada de blog, pero no tanto como relato. Léalo el que le plazca y saque sus respectivas conclusiones si le apetece.



CÍRCULOS CONCÉNTRICOS

Eran las cinco de la tarde,

[...]

ha florecido en círculos concéntricos

Federico García Lorca

—Eran las cinco de la tarde y el mundo era redondo.

—¡Qué labia te gastas, Olegario! ¿Eso es para la crónica?

—Sí, amigo Pedro, antes de las nueve tengo que entregarla.

—¿La llevas tú al periódico o viene algún becario por ella?

—Pero qué rancio estás, Pedro. Esto ahora va por la Internet.

—Vaya, qué moderno te me has vuelto. Anda toma un habano, que yo invito. Es del bautizo de mi nieto.

—¿El de la Chari?

—El mismo. Cuatro quilos seiscientos pesó al venir al mundo. Bragao meano.

Pedro y Olegario ríen, mientras le meten candela al puro. Están en su palco de sombra, al que acuden desde hace veintisiete años. Pedro es constructor. Se forró en los setenta, levantando esos rascacielos de primera línea de playa que le quitan el sol a los bañistas ingleses a la hora de la siesta. Olegario es el crítico taurino de El Heraldo del Sur, un diario local que periódicamente levanta falsas polémicas ciudadanas para dárselas de fuerza viva. Rondarán los cincuenta y pico. Visten elegante y arcaicamente: corbata de seda, camisa con cuello almidonado y pañuelo blanco en el bolsillo de la americana.

—Olegario, este chaval que toma la alternativa, ¿apunta maneras?

—En el noventa y ocho lo vi en Nimes y puso la plaza en pie.

—A ver qué hace esta tarde.

—A ver.

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Eran la cuatro de la tarde y la rueda de la silla del carrito de la marquesa de Luria y Escobar era redonda, como las perlas del collar que rodeaban la flácida y perfumada piel de su cuello.

—Salvador, acércame la pamela rosa, la que tiene un gladiolo en la cinta. Ah, y avisa ya a Jorge.

—¿Esta tarde irá en el Mercedes o en el Jaguar?

—En el Mercedes. Tiene un nombre más español.

—Excelente elección, si me permite el comentario. Y excelente tarde de toros.

—En efecto, Salvador. Me trae muy gratos recuerdos.

La marquesa suspira y pone los ojos entornados, como había leído en su juventud que hacían las señoritas de las novelas del último romanticismo.

—Parece que fue ayer cuando el señor la acompañaba del brazo por la galería del primer piso.

—Sí, Salvador, ¡qué tiempos!

—¡Qué tiempos! Sí, señora.

—¿Olvidaste engrasar los ejes?

—No, señora. Lo hice esta mañana. Han traído un nuevo aceite sintético canadiense, especial para esta marca.

—Pues parece que chirría algo al girar a la izquierda.

—¿Me permite?

Salvador mueve la silla de ruedas con la marquesa de Luria encima y hace un zigzag algo irreverente. Doña Carmen de Luria esboza una sonrisa tras el centímetro y medio de maquillaje.

—No me alteres tanto, Salvador, que el doctor me tiene prohibidísimas las emociones fuertes.

—Mil excusas, señora. Parece que ya no hay ruido.

—Eso parece. ¿Está abajo el coche?

Salvador va hacia el ventanal, desplaza el visillo con el dorso de la mano y mira hacia abajo.

—Ahí está, tan puntual como de costumbre.

—Pues vamos, entonces.

La marquesa se coloca la pamela rosa y, empujada por el mayordomo, enfila hacia el portasillas que hay instalado en la escalera semicircular que lleva a la planta baja del palacio. La marquesa desciende lentamente de espaldas a la pared mientras Salvador la sigue peldaño a peldaño a la misma velocidad.

—Salvador, ¿tengo bien centrado el mantón?

—Perfecto, señora. Está usted arrebatadora, si me permite el comentario.

Tras desmontarla del aparato, se dirigen ceremoniosamente hacia la puerta principal. Justo antes de llegar, alguien abre de par en par las dos hojas desde fuera y un estallido de luz invade el salón, anulando los matices de los mármoles, el caoba y las raídas filigranas de los tapices dieciochescos.

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Eran las dos de la tarde y la patata que se disponía a tragar Juan Ignacio Cárdenas el Tiriri era redonda y grande, como un mundo.

En el estómago de Juan Ignacio Cárdenas el Tiriri había más movimiento que en una reventa de Curro Romero.

—Tú tranquilo, Tiriri, que esos nudos se pasan en cuanto salga el bicho por la puerta de toriles.

Sebastián Menales, apoderado de cuarenta y tantos años, hizo la mili en Sabiñánigo, Pirineo aragonés. Se cayó desde un árbol mientras buscaba nidos para el hijo del coronel y le dieron la blanca. Estudió Filosofía y Letras en Granada, pero en quinto se enamoró de una periodista americana que vivía en el Albaicín y se echó al güisqui y a los billares. Cuando ella volvió a Boston, él se alistó en la legión y en Melilla se hizo aficionado. Desde entonces ha llevado los asuntos de cinco novilleros y tres mataores. A Juan Ignacio lo conoció en Valencia, en la tercera de Fallas del noventa y cinco. El niño prometía, tenía formas, pero se arrimaba poco.

--Arrímate, Tiriri,--le gritaba el tendido-- que no mancha.

Juan Ignacio Cárdenas el Tiriri sostiene el tenedor como si fuera a descabellar la patata. La mira, la mide, la huele, pero nada.

--Sebastián, déjeme ya que me vista, que faltan tres horas y esta patata es como un Miura.

--Ni hablar. En el Cossío no encuentras tú a una figura del toreo que tomara la alternativa con el estómago vacío. Las tripas huecas son algo muy peligroso, ya lo dijeron Cervantes y Quevedo. Los berridos del animal entran y rebotan en las paredes y uno pierde la compostura y la concentración.

--Sebastián, por la gloria de su madre, déme un yogur desnatado y déjeme ya que me ponga el traje.

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Era la una de la tarde y el espejo donde se miraban Carlos, Nuria, Peter, Anna, Rafa y Reme era redondo e insuficiente.

--¿Tú crees que es necesario esto de las pinturas, Anna?

--Sí, es mucho importante. Todo parese más llamativo y la prensa nos mira más con cámaras.

--Pues yo opino que es suficiente con el toro y el torero.

--Manuel, el cuerno derecho lo tienes doblado.

--¿Cuál, éste?

--No, el otro, el derecho. Ha sido por la montera, que lo ha movido.

La Liga Antitaurina Internacional se fundó una noche de julio en un bar que ya no existe del casco viejo de Vitoria, después de un concierto del festival de jazz. Los estatutos se comenzaron a garabatear en la tapa de un cartón de Winston que estaba tirado en el suelo. Peter había llegado a España con una beca Erasmus a estudiar biología marina en Cádiz. En Liverpool dejó a una novia que escribía poemas sin rima y a un perro marrón que nunca le hacía caso. Anna nació en Hamburgo, pero su padre era de Lugo y se vino con él dos días después de que su madre muriera en el descarrilamiento del tren de Hannover. Carlos y Nuria eran novios desde el instituto. Él estudiaba química orgánica y ella estaba terminando el doctorado en Filología clásica. Su tesis sobre la violencia en la mitología grecolatina amenazaba con convertirse en un clásico de las tesis inacabadas. Rafa era policía local y su aversión contra los toros le venía de un día que su abuela le hizo carne mechada de la corrida del día anterior. Le sentó mal y vomitó durante una semana en la UVI, en la UCI y en cinco camas de la planta cuarta del Hospital Materno Infantil. Reme escribe artículos de fondo en una revista ecologista. Odia la carne y todos sus aledaños. En el noventa y nueve estuvo entre rejas por tirarle un bote de tintalux al abrigo de marta cibelina de una eurodiputada.

--¿Nos vamos?

--Vale. Nosotros bajamos por las escaleras, que al toro no le caben los cuernos en el ascensor.

--Yo soy mucho nerviosa, camaradas. Pienso que las policías nos pega palos, seguro.

--Fijo, Anke. Agárrame las banderillas, que voy a cerrar la puerta.

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Eran las dieciséis cincuenta y ocho de la tarde y el sombrero del picador era redondo, como un plenilunio de mayo.

--Compadre, pásame el botellín de agua, que estoy más seco que el ojo un tuerto.

Manuel Garrido Bobadilla es picador desde los diecisiete años. En la finca donde se crió, cerca de Medina Sidonia, estaba más tiempo que en el colegio. Quiso ser mataor, pero las rodillas le temblaron el único día que saltó a un ruedo como espontáneo, en abril del setenta y siete.

--Era mucho toro, compadre, mucho toro y mucho temblor.

Su compadre es Serafín Urdiales López, banderillero de la cuadrilla del Tiriri. Serafín nunca quiso ser torero. Sólo soñaba con poner ese par de leyenda en la Maestranza y retirarse a beber por las tabernas del Perchel y a cantar saetas el lunes santo en la Tribuna de los Pobres.

--Compadre, ¿dónde tenías metida el agua?

--En el cubo del hielo, ¿dónde la voy a tener, compadre?

El maestro está ya en el callejón colocándose bien la montera.

Serafín mira a Manuel:

--A ver si tenemos una dulce faena.

--A ver.

En ese momento se abren la puerta y la luz del albero ciega a los tres diestros que inician el paseíllo. La banda municipal refulge entre el respetable y acomete los primeros compases de un pasodoble todavía sin definir.

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Eran las dieciséis cincuenta y nueve de la tarde y Gerardo Santaella, parado crónico de cuarenta y dos años, comía palomitas del microondas en un bol de plástico, redondo, como los inútiles ceros de su cuenta corriente.

Con la mano izquierda cogía el maíz a puñados y con la derecha apuntaba el mando a distancia hacia el televisor.

--Mariló, cuéntanos, ¿cómo descubrió a su marido con su mejor amigo en la cama? ¿Acaso usted sospechaba algo o es que...?

Gerardo cambia de canal.

--Las grandes manadas de ñúes recorren, como todos los años, las llanuras del Serengeti. Los astutos cocodrilos...

Gerardo vuelve a cambiar de canal.

--Hermosa tarde de toros en esta no menos hermosa ciudad. Luce el sol y las señoras, ataviadas como en mejores tiempos, exponen su belleza para mayor gloria del la fiesta nacional. Y ahí está el cartel del primero, “Achuchao”, un ejemplar con el hierro de Sánchez y Ortigosa, astifino y bien armado. Desde aquí aprovechamos la ocasión para saludar a don Víctor Ortigosa Requena, quien tan sabiamente regenta esta ganadería desde el año mil novecientos ochenta y dos. Juan Ignacio Cárdenas el Tiriri se dirige hacia el centro de la plaza. Luce traje de blanco y oro, como manda los cánones. Avanza unos metros hacia los toriles y se coloca de rodillas. Este chaval viene dispuesto a triunfar, ¿no crees, Antonio?

--En efecto, Matías, cada vez se ve menos la suerte de puerta gayola.

--Y ahí está el animal. Buen porte y fuerza trae. Se dirige como una exhalación hacia el torero y...

Gerardo suelta el bol redondo, las palomitas caen y se cuelan para siempre entre las rajas del sofá. El toro está empitonando al Tiriri por el lado derecho, lo levanta unos dos metros y lo deja sobre tierra como un muñeco de trapo.

--Dios mío, qué golpe.

--Lo ha cogido.

--Sí, parece que lo ha cogido y parece que es grave. El diestro no se mueve.

El realizador repite la toma desde cuatro ángulos distintos y Gerardo y el mundo entero ven cómo el asta entra en el centro del pecho del Titiri, le parte el esternón y sale por su espalda desbartándole las vértebras para siempre.

Serafín acude con el capote a llevarse el toro a otros tercios.

Manuel se quita su redondo sombrero y se empina sobre los estribos del caballo para ver qué pasa en la plaza.

Sebastián Menales se queda como un don Tancredo agarrado al burladero y acordándose de aquella tarde lejana en que se cayó de un pino cogiendo nidos.

La marquesa agarra el ala de su pamela rosa con gladiolo.

Olegario agarra el ratón del portátil y casi lo despanzurra.

Los chicos de la Liga, dentro ya del furgón policial, oyen cómo el sonido de la sirena se mezcla con un oh que sale de la plaza, redondo y grave, como una corona de humo en honor de los dioses de la tauromaquia.

El helicóptero de televisión sobrevuela la plaza y envía una toma que queda congelada en las pantallas.

Dentro del cuadrado de la pantalla se circunscribe el coso circular y dentro, el círculo de arena amarillenta y dentro, las líneas de los tercios y dentro, el cuerpo sin vida de Juan Ignacio Cárdenas el Tiriri y en su rostro desencajado, el ojo esférico donde se refleja toda la redondez del mundo.

Serían las cinco y un minuto de la tarde.

Las cinco en círculo de la tarde.

--Pasamos a publicidad.

Ángel L. Montilla Martos

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Esto si que se merece un... Oleeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!
Buenísimo.

Susana.

Anónimo dijo...

Parece que lo hubieses escrito para la ocasión. Me recuerda eso de que la realidad imita al arte.Sigue sorprendiéndonos, por favor. Gracias