Hace dos entradas les conté la anécdota de mi encuentro con Ahme, el egipcio que trabaja en Osaka. Querría matizar algo al respecto.
Cuando empecé a hablar con él yo fui el primer sorprendido. Digo el primero, porque antes ya de empezar a hablar no me creía que fuera capaz de lanzarme a hablar en árabe, una lengua que domino poco, que estudié hace más de veinte años y que no he practicado desde 2006, cuando charlé un ratito con un camarero palestino en Jericó.
Sin duda, la tensión a la que uno está sometido en países con lenguas tan alejadas como el japonés (sobre todo en la escritura) hace que de manera inconsciente se esté forzando hasta el límite el uso de las neuronas (o las sinapsis o lo que sea) encargadas de la poliglosia y cuando se salta a otra lengua que se conoce mejor, aunque no perfectamente, el nivel se dispara y pasa uno por bilingüe sin serlo.
Este es el tipo de misterio de la plasticidad de la mente y/o el cerebro de los que tanto hemos aprendido en los últimos veinte o treinta años. Quizá acabe siendo, junto con la física cuántica y el conocimiento genético, uno de los grandes temas del siglo XXI.
No hay comentarios:
Publicar un comentario