Cuando yo era joven y barroco (ahora soy maduro y neoclásico), gustaba mucho de leer a los autores de los llamados Siglos de Oro. Me emboscaba en los laberintos verbales de Góngora (nunca encontré al Minotauro, ni la salida). Me leí de cabo a rabo la poesía completa de aquel espía cojo llamado Francisco de Quevedo. Comenté mentalmente hasta la saciedad (luego de profe a la sociedad) el Quijote. Me deleitaba con la pirotecnia léxica de Gracián o con los amores contrariados de Garcilaso, que no olían a almendras amargas, como los de García Márquez, sino a hierro toledano y a pastorcillos fluviales.
En aquellos años aprendí el anagrama ROMA-AMOR, que reflejaba la bipolaridad o esquizofrenia de la Urbe, medio Ciudad Santa, medio Lupanar cenagoso.
Y por lo que se oye/ve, la cosa (nostra) sigue igual, con el rijoso Cavalieri en un lado de la balanza y el ascético Ratzinger en el otro.
Pocas ciudades en el mundo han sido capaces de albergar tanto pecado y tanta penitencia, tanto arte y tantos atascos, tanto paparazzi y tantos capiteles, tanta vespa y tanto avispado.
Shelley se equivocó. No somos griegos. Todos somos romanos, porque esa ciudad es la materialización de la intrínseca paradoja humana, en lucha constante entre el bien y el mal.
Y no seré yo el que aclare cuál es uno u otro.
1 comentario:
Afortunadamente has madurado; porque yo veo a los dos en el mismo lado de la balanza.
PONCHITO45
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