Me duele la boca de explicar en las clases de Literatura Universal (y española) el pernicioso efecto que causó (y sigue causando) el movimiento literario e ideológico del Romanticismo en España. Nuestro queridos vecinos del norte fueron presa de los avances tecnológicos de los siglos XVIII y XIX. De pronto temieron perder el contacto con su lado espiritual y convertirse en meros apretadores de tornillos, en engranajes de una gran máquina racionalista que machacaba la naturaleza y los íntimos sentimientos del ser humano. Así que se giraron ciento ochenta grados y volvieron la vista hacia lo inefable, lo incomprensible, la locura, la muerte, la pasión... Descubrieron un país de las maravillas al sur de los Pirineos. Una tierra donde aún campaban a sus anchas bandoleros, meigas, inquisidores, cármenes, toreros e hidalgos de lanza en ristre con una escupidera en la cabeza. Y decidieron que nosotros éramos románticos sin que nosotros lo supiéramos y que íbamos a salvar Europa con nuestros cantes, nuestros duelos, nuestros autos de fe, nuestras mantillas y nuestros amores imposibles. Poco importaba que años antes algunos españoles hubieran querido limpiar, fijar y dar esplendor a las calles, las costumbres, las industrias y las capas de los embozados. El romántico pueblo español, el que echaría a Napoleón y su revolución a cañonazos y tirabuzones, el que gritaría "vivan las caenas" y "Santiago y cierra, España", se tiró a la calle a decir basta, virgencita, que me quede como estoy.
Y así fueron pasando los años, los lustros, los siglos y el español/-a se convenció de que era lo que los otros pensaban que era. Y si esporádicamente volvía a surgir una voz que clamaba por el cambio, el civismo, el entendimiento y la modernización, pues se le mandaba al exilio o se le fusilaba o lo que hiciera falta, que para algo éramos los novios de la muerte. A ver si nos íbamos a convertir en alemanes, que son unos tíos muy serios que están siempre dando voces, o en franceses que son unos cursis avasalladores, o en ingleses, que son unos flácidos comerciantes sin arte ni gracia, o en japoneses, que...
La esencia de la hispanidad estaba a salvo. Éramos la reserva espiritual de occidente.
Luego vino esa cosa de la Unión Europea y de pronto nos quisimos hacer europeos sin dejar de ser españoles. Pero era demasiado tarde y todo era ya un despilfarro de sangría, fiestas, toreros, cachondeo y jamón ibérico.
Y llegamos al asunto de los pepinos. Y no importa que las empresas andaluzas parezcan naves de investigación de la NASA, ni que la trazabilidad de las frutas y hortalizas compita con el control de calidad de Toyota. Ya nada importa. Nadie en Düsseldorf, Heidelberg, Oslo o Berlín va a creer que los nietos de Manolete, los sobrinos de Manolo el del Bombo, los biznietos de Curro Jiménez, las tataranietas de Dulcinea son limpios, asépticos y serios.
Ya éramos lo que ellos querían que fuéramos, nuestros peores enemigos.
(Perdón por la longitud de la entrada. Me he dejado llevar por la irracional verborrea hispana. Con lo que me gusta a mí el zen)
1 comentario:
Genial.
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