Cuando muere un animal doméstico surge siempre la polémica de si es moral llorar, lamentar o apesadumbrarse por el fallecimiento, teniendo en cuenta la gran cantidad de personas que mueren al día, víctimas de injustas situaciones sociales. ¿Es inmoral que nuestros perros tengan mejor cuidado médico que los niños de Etiopía? Esta controversia arranca desde que el cristianismo comenzó a darle vueltas al famoso tema del alma. Hasta las mujeres se quedaron sin ella en algún periodo de la Edad Media. Luego el cristianismo se hizo más (o menos) humano y acogió en su seno a esas criaturas que nos rodeaban y que nos daban su protección, su carne, su leche, su piel… a cambio de prácticamente nada. San Francisco fue el pionero y luego se estableció la costumbre de bendecir animales en las iglesias. Las sociedades laicas modernas siguieron en esa línea y reivindicaron la dignidad animal como una extensión de la humana. Gandhi dijo: “La grandeza de una nación y su progreso moral puede ser juzgado por la forma en que sus animales son tratados.”
Hace dieciséis años una amiga alemana nos trajo de Algeciras un gato de meses. Como era el día 4 de enero, lo llamé Vier (que significa “cuatro” en alemán). Los que lo conocieron saben que era un gato dócil, muy poco gatesco, en el sentido de que le gustaba estar con las personas. Jugaba con los niños, respetaba el descanso de los mayores, recibía a las visitas con caricias y roces. Ayer nos dejó, para que no tuviéramos que estar pendiente de sus achaques de viejo pequeño y cariñoso. Gracias a todos los que lo habéis cuidado cuando hemos estado fuera. Gracias a ti, Vier, por el cariño que nos has dado todos estos años.
Si es que existe, ojalá en el cielo, nirvana, gloria, satori o empíreo de los animales haya conexión a internet y algún búho sabio te traduzca esta entrada del blog.